sábado, 29 de noviembre de 2008

LA FIESTA por Rosa María Arroyo

Como todas las mañanas, Navacerrada le saluda con su camisa blanca medio abotonada. Le gusta ver desde la cama el paisaje que le ofrece el amplio ventanal en estos abruptos despertares. Aún le duele la cabeza y no se puede levantar; recuerda que anoche estuvo de fiesta. Fue increíble: demasiado alcohol, música alta y... ese baile que...

¡Oh, Dios, qué maravilloso baile con S.!, mis pies se movían con espasmos al ritmo caliente de una bachata. Ella arrimaba su cuerpo tostado y tropical a mis caderas marcando el compás caribeño con sus curvas, al tiempo que sentía su aliento pegado a mis labios, susurrándome. La noche se estaba haciendo eterna con el ron bebido sin esperas, con ansia infinita, interminable... Me desnudó, y cuando sus manos apremiantes tocaron mi pecho... yo ya estaba camino del cielo..., borracho, pero negándome a abandonar el mundo sobrio de la fiesta alocada que estaba viviendo. Luego, no recuerdo. ¡Maldito alcohol! Me quedé dormido y no sé si le hice el amor a S.

(S. entra en la habitación)

- Buenos días, Manuel, ¿cómo te encuentras esta mañana? El médico no tardará en llegar. Menudo susto el de anoche, casi te vas; la parada cardiaca nos ha tenido las horas pendientes de ti. ¡Uy!, no me mires con esos ojitos de cordero degollado, hoy no tendrás rehabilitación, no. ¡Ah!, y te recuerdo que en dos semanas te traen la nueva silla de ruedas...


Rosa M. Arroyo

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