martes, 13 de mayo de 2008

"El topo de la ollita" por Cati Cobas


A Ignacio Corvalán los compañeros le decían "El Topo". Un poco, por la mirada encogida, acostumbrada a buscar entre tinieblas las gemas que la tierra ocultaba a los ojos de otros compañeros y otro poco, por el gusto que parecía sentir al estar bajo tierra. Era raro el Topo. Poco amigo de charlas y de encuentros. Solitario, si los había, en Malamuerte , aquel pueblito sórdido y oscuro escondido en un rincón de la Cordillera Patagónica. Vida rutinaria la del Topo: volver a casa después de la jornada, comerse el guiso que había dejado al rescoldo antes de partir, después de la consabida lavada de cara y manos y poco más. "¿Para qué más?", pensaba, si no hay china para acollararse por estos pagos… y ahí sumaba el mal olor como estela, a su condición de topo. Corvalán era un muy buen tipo, y nadie lo ignoraba. Si había algún derrabe en el socavón o el grisú les jugaba a los muchachos una mala pasada, primero llegaba él para ayudar al compañero, porque nadie como el Topo para conocer las entrañas de la tierra.Un día, mientras le daba al pico y a la pala, sola su alma en ese rinconcito oscuro que el capataz le había destinado, observó un agujerito con una luz medio rara, con tintes azulinos que viraban al rojizo.


El Topo trató de retener en su mente el lugar del agujero, y subió lo más rápido que pudo, porque el aviso del capataz para salirde la mina le había llegado hacía un buen rato y él, distraído, se estaba retrasando demasiado. Si no se apuraba, complicaría, para todos, la vuelta al pueblo; y los compañeros tenían familia que esperaba, ansiosa, su regreso. Ese tema, el del regreso, era, precisamente, uno de los que más le dolían al topo. Todos los hombres de Malamuerte tenian mujer e hijos, mientras él sólo tenía la ollita con el guiso. Pero, ¿qué iba a hacer, pobre topo?, si había llegado tarde al reparto de amores y mujeres…Ahí, a Malamuerte, sólo iba, muy de vez en cuando, una rubia teñida que lo acompañaba con el guiso y algo más a cambio de unos pesos, y se iba, dejándolo más solo que cuando sólo tenia la ollita en el fogón. Ignacio, alguna vez, le había propuesto que se quedara con él, pero la rubia tenía muchos topos por la Patagonia y no era cosa de perder el negocio mientras el cuerpo y el estómago le aguantaran. Además, Malamuerte no era, precisamente, un buen lugar para las rubias, le explicaba, porque hasta el agua oxigenada había que traerla de Vidasana, a unos mil kilómetros de ese pobre pueblo minero perdido entre Los Andes Patagónicos.


Unos días después de haber encontrado el agujerito con la luz, elTopo empezó a sentirse inquieto adentro del socavón. Trató de que el capataz lo mandara al mismo sector una y otra vez, hasta que un día pudo meterse por el agujerito y entró a caminar por un túnel medio raro. Tan raro le pareció, que quiso volverse por donde había entrado, pero no pudo encontrar el agujerito, y no le quedó otra posibilidad más que la de seguir caminando por el corredor de la luz azul.


A medida que caminaba, la luz se iba haciendo verde, amarilla, naranja, tanto cambiaba, que el topo pensó que estaba caminando por el arco iris. Ignacio, que sería "El Topo" pero él se llamaba Ignacio desde su bautismo, pensó: este túnel es más divertido que la ollita con el guiso, y siguió caminando. Hasta que se cayó rendido de tanto andar, después de haber pasado por el rojo, el naranja y el amarillo, cuando el túnel empezaba a ponerse de nuevo de color verde tirando al azulado. Al despertar, Ignacio sintió que estaba cerca de la salida. Y así fue. Al llegar al violeta se abrió una puerta. Ahí, el Topo lamentó, por primera vez en su vida, no haberse dado un buen baño como Dios manda, la verdad. Es que la japonesita que le abrió era una muñeca de porcelana transparente. Y el topo se quedó mirándola embobado con los ojos apretados, tan apretados como los rasgados de la muchacha. Ella no se acobardó por la mugre que traía el minero: lo tomó por la ropa mientras fruncía la nariz para tolerar los vahos que emanaban del cuerpo y lo llevó a una tina de aguas claras, que quedaron marrones por la tierra y la roña que salía del caminador de túneles. Después de eso, el topo se avivó: había llegado al otro lado de la tierra, a las antípodas de Malamuerte.


No lo pensó un minuto, y se apresuró a vestirse con el traje de excelente corte que la muchacha le ofrecía. Nuestro amigo no podía creer en su suerte. En su buena suerte al final del túnel. Sobre todo cuando la japonesita entró a mimarlo con mucho más detalle y refinamiento que la rubia, y sin cobrarle ni un yen por la atención.Han pasado cinco años desde que el Topo se metiera por el agujerito de la mina en Malamuerte, allá en el corazón de los Andes Patagónicos. Si lo quieren encontrar, búsquenlo por alguna calle de Kyoto. Lo van a conocer porque la mirada encogida es considerada en Japón como sinónimo de sagacidad. Un amigo de la japonesita lava-topos lo contrató para que lo ayudara a encontrar buenos negocios, y desde entonces, Ignacio es "Míster Corvalán", más conocido como "El ejecutivo de la ollita con el guiso al lado del rescoldo" porque ése es, y ningún otro, el logotipo de todas sus empresas allá, en el lejano Imperio del Sol Naciente.


Cati Cobas

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